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ERROR DE CONTINUIDAD
Parte 13: Todo es tan Inflamable

por Sokoban


¿Qué diablos estoy haciendo?


El dúo dinámico desapareció de mi vista por la parte de atrás de la bodega colapsada y nuevamente me quedé hablando solo. Matalobos me había entregado los papeles que habíamos obtenido de la camioneta de Ziggy y se había retirado rápidamente a seguir los pasos de su ex-novio.

Por alguna razón ahora parecía menos motivada a mantenerme con ella en todo este asunto y más interesada en seguir los pasos de Buller. Un par de armas de fuego convierten a cualquiera en un condenado macho alfa con más sex appeal que el mismísimo Fabio, alabado sea su nombre.

Decidí hacer buen uso de mi recientemente adquirido conocimiento de que mis pantalones semitransparentes tenían de hecho un bolsillo, y resguardé ahí dentro el ojo de Wally. Siempre quise hacerme un llavero con una pieza de anatomía humana. Wally no había sido un ser humano pero por el momento me conformaría.

Por primera vez en el día me tomé un momento para pensar.

Ese fue mi primer error.



Tenía el material para continuar con mi investigación, sin mencionar un bonito souvenir.

Me había quitado a la policía de encima, cuando menos por un rato, lo cual me daría tiempo para encontrar al responsable de destruir los archivos de la nación. O por lo menos inculpar a alguien del crimen.

Por el momento nadie parecía estar tratando de secuestrarme, dispararme o convertir mi pecho en un cráter sangriento.

Y mi ropa aparentemente tenía poderes mágicos.

¿De qué diablos tenía que preocuparme? Mi vida no estaba tan bien desde hacía 8 años, cuando gané esa demanda en contra de la compañía telefónica (por razones que no vienen al caso) y gasté todo el dinero de la indemnización en un tanque alemán de la segunda guerra mundial. Realmente fueron los mejores 16 días de mi vida.

Puse mis manos sobre mi cintura e inflé mi pecho de manera de enseñarle al mundo el nivel que había alcanzado mi altanería con una carcajada victoriosa. Antes de que pudiera exclamar mi primer "¡JA!", un ataque de tos sangrienta me hizo doblarme como un pretzel y adquirir una posición similar a la de un japonés haciendo reverencia a otro mientras sufre un ataque de diarrea.

Mi garganta quemaba con cada espasmo involuntario de mi diafragma. Espesos coágulos de sangre eran despedidos fuera de mí. Busqué desesperadamente dentro de mis ropas el único remedio no bebible conocido para todos los males, la nicotina.

Comenzaba a entrar en pánico debido a que el ataque parecía no tener fin. Introduje mi mano en el bolsillo de mis pantalones y podría jurar que había sentido como el globo ocular que se encontraba allí se movía.

Pasé a revisar mi chaleco donde finalmente encontré la caja y mi encendedor apretados dentro del bolsillo interno.

Saqué rápidamente ese combo ganador y escarbé dentro del retorcido prisma de cartón forrado en plástico un par de cilindros rellenos de saludable tabaco. Durante este proceso mi equilibrio me abandonó y acabé cayendo desordenadamente al piso sobre uno de mis costados. Juraría que escuché el distante sonido de un celular antes de tocar tierra.

Tomé un maltratado cigarrillo doblado en forma de zig-zag y lo llevé a mi boca, tratando de evitar su fuga a causa de las continuas exhalaciones sangrientas. Mi mano temblorosa activo el sistema de ignición del encendedor. A continuación traté de capturar con la agitada flama amarilla uno de los extremos del cigarro.

Luego del tercer intento decidí que era más lógico tratar de encender el extremo que no había colocado en mi boca.

Finalmente, éxito. El humo sanador recorría mis vías respiratorias bañando con su intoxicante esencia cada esquina de éstas.

Después de unos segundos en que me agité en el suelo como una trucha fuera del agua conteniendo lo último del embate a mi garganta, encontré la calma dentro de esa maravillosa nube de derivados de la combustión.

Llegado el punto en que todo finalmente acabó, volqué mi cuerpo hacia un lado y yací sobre mi espalda, admirando el cielo. Tomé un par de bocanadas más del cigarro y pinté el cielo parcialmente nublado con nubes de mi propia facturación, disfrutando de cada una de ellas de manera casi obscena. Me sentí aletargado y en completa calma.

Posé mi vista sobre la brasa naranja y vi como la gentil brisa le robaba pedazos de ceniza, enviándolos a volar hasta un punto cerca de un metro a mi derecha. En uno de esos actos de rapiña eólica vi como un trozo de tabaco encendido hizo ese mismo trayecto.

Una pequeña ninfa auto-luminiscente sosteniéndose de modo precario en el aire.

Jugando con las corrientes de presión diferencial.

Aterrizando donde tantas otras piezas desprendidas de mi cigarrillo lo habían hecho.

Encendiendo una llama verdosa en el medio de los restos de espuma.

Despidiendo una sólida columna de humo negro e intoxicante, que quemó todo mi rostro de una manera cáustica en el segundo en que la corriente de aire cambió de trayectoria y la hizo contactar con mi posición.

Recordándome que la vida es una constante broma de pésimo gusto.



Me puse de pie y por un breve momento sentí verdadera empatía por todo aquel que alguna vez haya intentado besar un volcán activo.

A través de un par de ojos empapados en agua salada traté de visualizar que demonios había salido mal esta vez. Según parece las criaturas de espuma de afeitar son inflamables, REALMENTE inflamables.

Las llamas verdes se diseminaban por todo aquel sitio con una velocidad espeluznante.

Únicamente puedo compararlo con un incendio de combustible, no solo por lo rápido que tomó fuego el cadáver de la bestia, sino por la generación de una gruesa humareda negra a pocos centímetros por encima del origen de la llama, que velozmente se proyectaba al firmamento.

Por alguna retardada razón comencé a seguir con mi vista la cima del montículo de humo ascendiente hasta que eclipsó el sol. Inmediatamente sentí como el viento cobraba vida nuevamente y se tornaba en mi dirección. Mi sentido arácnido me sugirió salir de ese lugar tan rápido como mi estúpidamente atrofiado sistema locomotor me lo permitiese. También me aconsejó comprar acciones de una pequeña pero emprendedora empresa de software en Calcuta, aunque esa es otra historia.




Dos cosas me quedaron perfectamente claras una vez que salí corriendo a toda velocidad de lo que quedaba de ese edificio.

Número uno, los momentos excesivamente poéticos tienden a vaticinar situaciones particularmente calamitosas.

Y número dos, mi calzado (sin importar lo atractivo que me hiciese ver) era probablemente el antítesis de todo lo que un buen zapato para correr debe ser.

No puedo explicar cómo, pero las suelas parecían haber desarrollado el concepto de agarre negativo incremental. A través del cual, cuanto más rápido me desplazaba menor parecía ser mi conexión con la superficie que me sostenía. Una sensación semejante a andar sobre gelatina recubierta de vaselina, usando un par de zapatillas hechas de grasa de cerdo.


Corriendo como un condenado vi a Ferris y a Matalobos 50 metros hacia el oeste sobre la vereda de la calle que recorría la bodega por la parte trasera. Se encontraban discutiendo al costado de una camioneta Fiat Fiorino color blanco de la cual yo solo podía ver la parte trasera desde mi posición.

Hice un giro cerrado para enfilar mi camino hacia ellos y por poco termino sellando el pavimento con mi frente. Por un momento pensé en arrojar un comentario en referencia hacia la obvia ineptitud de la gravedad para someterme.

A pocos metros de encontrarme con la conflictuada pareja dije una frase que jamás pensé llegar a decir estando a pie; y que de hecho he llegado a decir demasiado a menudo estando al volante de un auto.


¡Alguien saboteó mis frenos!


En el instante siguiente mis zapatillas asombrosamente carentes de masculinidad me llevaron a deslizarme por una distancia de aproximadamente 3 metros y medio, hasta impactar llanamente de frente sobre las puertas traseras de la camioneta. Mi para nada parsimoniosa caída al suelo no tardó en llegar.

Es por este tipo de cosas que una persona no debe ni siquiera pensar en burlarse de la atracción gravitacional.

Me puse de pie más rápido de lo recomendable y di la vuelta en dirección a la puerta del conductor. Estaba un poco mareado.

Nos vamos.

¿Qué diablos te sucede rematado idiota?

Ignoré a Ferris, fui a abrir la puerta.

Cerrada.

Llaves, ahora.

Piensa 2 veces antes de usar ese tono conmigo sino quieres que agrande esa herida en tu cabeza.

¿Herida?

Ferris, mira.

La humareda abrasiva comenzaba a derramarse en la calle rápidamente y parecía que el incendio esmeralda la seguía de cerca.

¡Llaves, ahora!

Imbécil ¿Qué has hecho ahora?

Al diablo.

Le entregué los documentos a Matalobos y tomé un trozo de baldosa rota de la vereda.

En seguida abrí la puerta de la manera en que los ebrios abren las puertas al llegar a sus casas y recordar que dejaron sus llaves dentro de una ramera.

Con un par de golpes resueltos en el centro de la ventanilla pude crear una abertura lo suficientemente grande como para permitirme introducir mi brazo y abrir la puerta desde dentro. Abrí también la puerta del acompañante y use la misma baldosa para quitar a golpes la rejilla de seguridad que separa la caja de la camioneta del habitáculo del conductor.

Matalobos y Buller entraron las cosas a la camioneta y las pasaron a la parte de atrás. Ferris terminó por meterse en la caja de la camioneta también, guiado por Mariana quién asumo intuyó que Ferris estaba a un paso de dispararme.

Ahora, por última vez. ¡Denme las llaves de la maldita camioneta!

La camioneta no es nuestra.

.....




Ambos guardamos silencio.


El sonido de un arma siendo martillada en la parte de atrás del vehículo fue claramente audible.

 

 

Parte 14: LA NECESIDAD DE UN CAMBIO




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